Una vez, los jóvenes de Croacia vinieron "asombrosamente" numerosos para el encuentro europeo de Rotterdam. Para participar de un tal encuentro no esperan que alguien más organice el viaje por ellos. En las parroquias, en la escuelas, entre amigos, se habla del tema, se fijan encuentros de preparación y se busca la empresa más barata de bus.
Cada vez que voy a visitarlos, en este bello país entre la planicie de Panonia y el mar Adriático, me llama la atención ver cuántos jóvenes hay en las Iglesias, hasta en un día de semana. Sin embargo los responsables de las Iglesia se preguntan cada vez más: «¿Qué podemos hacer para los jóvenes? ¡Debemos encontrar nuevos caminos!»
A Osijek, en el nordeste del país, nadie se acuerda desde hace cuántos años la oración de cada miércoles por la tarde existe: «¡Hace por lo menos veinte años!», dicen algunos. Periódicamente una nueva generación toma la posta. Hasta el obispo actual sabía de su existencia del tiempo cuando todavía era estudiante. Cuando le escribí que estaría allí a principios de febrero respondió en seguida diciendo que iba a venir. Luego de un día fatigoso, hizo treinta kilómetros en coche para rezar con nosotros.
El verano pasado, el mismo obispo no dudó en hacer veinte horas de viaje en bus con los jóvenes para pasar una semana en Taizé. Todas las tentativas para proponerle un viaje un poco más confortable fueron en vano: « Yo mismo quiero ver lo que los jóvenes hacen en Taizé, y para esto debo participar en la peregrinación desde el principio.» De regreso, al domingo siguiente, el viaje en bus le permitió escuchar las historias de unos y otros, tan cautivantes que incluso los más tímidos se atrevieron a tomar el micrófono; el obispo que participó en el grupo de adultos contó que había fregado los platos toda semana.
¿Visitándolos trataba de despertar un poco la nostalgia, de escuchar las bellos recuerdos de una semana en Borgoña, que para algunos fue «la más bella semana de mi vida»?
Viéndolos amontonados en su pequeña iglesia, sentados en el suelo, reunidos para cantar, rezar y guardar silencio juntos, me dije: ellos comprendieron que se trata de más que esto. Descubrieron algo que quisieran compartir con los demás en sus pueblos de Eslavonia. Ellos descubrieron que podían contribuir a la vida de su parroquia, de su comunidad local.
Los adultos se "escondían" detrás de ellos: «Tienen miedo de molestar», comentó el cura. Pero fueron atraídos por la belleza de los cantos. Y el silencio de los jóvenes les parecía inverosímil.