TAIZÉ

Hermano Alois

2018 Una alegría que nunca se acaba

 

Una joven muy enferma me dijo el verano pasado «Amo la vida.» Me conmovió profundamente la alegría interior que la llenaba, a pesar de los estrechos límites que le imponía su enfermedad. Me emocionaron no solo sus palabras, sino también la bella expresión de su rostro.

¿Y qué decir de la alegría de los niños? Hace poco vi algunos niños en África. Incluso en los campos de refugiados en los que se concentran tantas historias dramáticas, su presencia hace que estalle la vida. Su energía transforma una un cúmulo de existencias rotas en un semillero de promesas. ¡Si supieran cuánto nos ayudan a permanecer en la esperanza! Su felicidad por existir es un rayo de luz.

Quisiéramos dejarnos iluminar por tales testimonios al abordar, a lo largo del año 2018, una reflexión sobre la alegría, una de las tres realidades –junto con la sencillez y la misericordia– que el hermano Roger puso en el corazón de la vida de nuestra comunidad de Taizé.


Con uno de mis hermanos, fuimos a Juba y a Rumbek, en SUDÁN DEL SUR, luego a Jartum, la capital de SUDÁN, para tratar de comprender mejor la situación de estos dos países y orar junto a aquellos que se encuentran entre los que más sufren de nuestro tiempo.

Visitamos varias Iglesias y vimos la labor que realizan, de educación, de solidaridad, de cuidado de los enfermos y excluidos. Fuimos acogidos en un campo de personas desplazadas en el que se encuentran principalmente niños que fueron separados de sus padres en el curso de acontecimientos trágicos.

Me impresionaron especialmente las mujeres. Las madres, a menudo muy jóvenes, soportan una gran parte del sufrimiento causado por la violencia. Muchas han tenido que huir de sus hogares precipitadamente. Pero a pesar de todo, permanecen al servicio de la vida. Su valor y su esperanza son excepcionales.

Esta visita nos ha acercado aún más a los jóvenes refugiados de Sudán que acogemos en Taizé desde hace dos años.

Antes de esto, otros dos hermanos y yo estuvimos en EGIPTO para un encuentro de jóvenes de cinco días en la comunidad Anáfora, fundada en 1999 por un obispo ortodoxo copto. Tuvimos un tiempo de oración, de conocimiento mutuo y de descubrimiento de la larga y rica tradición de la Iglesia de Egipto. Vinieron cien jóvenes de Europa, América del Norte, Etiopía, Líbano, Argelia e Irak; fueron acogidos por cien jóvenes coptos de El Cairo, Alejandría y Alto Egipto.

Nos llamó particularmente la atención la herencia de los mártires de la Iglesia copta, así como sus raíces monásticas, que son una constante llamada a una sencillez de vida. Mis hermanos y yo fuimos calurosamente acogidos por el Papa Tawadros II, cabeza de la Iglesia ortodoxa copta.


De regreso de África, nos dijimos: la voz de los que conocen duras pruebas –muy lejos de nosotros o muy cerca– se escucha tan poco. Es como si su grito se perdiese en el vacío. Escucharlo en los medios de comunicación no es suficiente. ¿Cómo responder con nuestras vidas?

Las siguientes propuestas, para el año 2018, están en parte inspiradas por esta pregunta.

Hermano Alois


Cuatro propuestas para el año 2018

Primera propuesta: Ahondar en las fuentes de la alegría


Así dice el Señor: “Con amor eterno te amo, por eso te mantengo mi favor”. (Jeremías 31,3)

El Señor tu Dios está en medio de ti. Dará saltos de alegría por ti, su amor te renovará, por tu causa danzará y se regocijará (Sofonías 3,17)

Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, ¡alegraos! (Filipenses 4,4)

¿Por qué será que, todos los sábados por la tarde, la iglesia de Taizé, iluminada por las velitas que cada cual sostiene en su mano, se reviste de un aire de fiesta? Es porque la resurrección de Cristo es como una luz en el corazón de la fe cristiana. Es una misteriosa fuente de alegría que nuestro pensamiento nunca llegará a comprender plenamente. Al beber de esta fuente, cada uno puede “llevar en sí la alegría, porque sabemos que finalmente la resurrección tendrá la última palabra” (Olivier Clément, teólogo ortodoxo).

Una alegría no como un sentimiento superficial, ni como una felicidad individualista que conduciría a un aislamiento, sino como la serena certeza de que la vida tiene sentido.

La alegría del Evangelio nace de la confianza de sabernos amados por Dios. Lejos de ser una exaltación que huye de los desafíos de nuestro tiempo, nos hace aún más sensibles a los sufrimientos de los demás.

  • Busquemos nuestra alegría en primer lugar en la certeza de que pertenecemos a Dios. Una oración que ha dejado un testigo de Cristo del siglo XV puede sostenernos: “Señor mío y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de ti. Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a ti. Señor mío y Dios mío, despójame de mí mismo para darme todo a ti”. (San Nicolás de Flue)
  • Alimentemos nuestra alegría cantando juntos en oración. “Canta a Cristo hasta la alegría serena”, sugería hermano Roger. Cuando cantamos juntos se crea una relación personal con Dios y, al mismo tiempo, una comunión entre los que están reunidos. Que la belleza de los lugares de oración, de la liturgia, de los cantos, sea signo de resurrección. Que la oración en común despierte lo que los cristianos orientales llaman “la alegría del cielo en la tierra”.
  • Descubramos también reflejos del amor de Dios en las alegrías humanas que suscitan en nuestros corazones la poesía, la música, los tesoros del arte, la belleza de la creación de Dios, la profundidad de un amor, de una amistad…

Segunda propuesta: Escuchar el grito de los más vulnerables


Señor, acoge mi oración, llegue hasta ti mi súplica; no me ocultes tu rostro cuando estoy angustiado (Salmo 102,2-3).

En aquel momento, el Espíritu Santo llenó de alegría a Jesús, que dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has dado a conocer a los sencillos. Sí, Padre, así te ha parecido bien”. (Lucas 10,21)

No olvidéis la hospitalidad, pues gracias a ella algunos hospedaron, sin saberlo, a ángeles. Preocupaos de los presos, como si vosotros estuvierais encadenados con ellos; preocupaos de los que sufren, porque vosotros también tenéis un cuerpo expuesto al sufrimiento. (Hebreos 13,2-3)

¿Por qué tantas personas sufren tantas pruebas –exclusión, violencia, hambre, enfermedad, catástrofes naturales– sin que sus voces sean apenas escuchadas?

Necesitan apoyo –alojamiento, alimentación, educación, trabajo, cuidados médicos–, pero igual de vital para ellos es una amistad. Tener que aceptar ayuda puede ser humillante. Una relación de amistad toca los corazones: tanto de los que están necesitados como de los que muestran una solidaridad.

Escuchar el grito de alguien que ha sido herido, mirarle a los ojos, escuchar o tocar a los que sufren, un anciano, un enfermo, un preso, un sin techo, un migrante… Entonces el encuentro personal hace que descubramos la dignidad del otro y nos hace capaces también de recibir, pues incluso el más destituido tiene algo que ofrecer.

¿No aportan las personas más vulnerables una contribución irreemplazable a la construcción de una sociedad más fraterna? Ellas nos revelan nuestra propia vulnerabilidad y por eso mismo nos hacen más humanos.

  • Recordemos que, hecho hombre, Jesucristo está unido a cada ser humano. Él está ahí, en cada persona, sobre todo en la más abandonada (ver Mateo 25,40). Cuando vamos hacia los que están heridos por la vida, nos acercamos a Jesús pobre entre los pobres, ellos nos llevan a una mayor intimidad con él. “No temas comulgar en las pruebas ajenas. No tengas miedo del sufrimiento, pues frecuentemente es en el fondo del abismo donde se da la perfección de alegría en la comunión de Jesucristo” (Regla de Taizé).
  • A través de contactos personales, aprendemos a ayudar a los destituidos. No esperamos nada a cambio, pero estemos atentos a recibir de ellos lo que quieran compartir con nosotros. Dejemos de este modo que nuestros corazones se abran, se ensanchen.
  • Nuestra tierra es también vulnerable. Está más y más herida por el mal uso que de ella hacemos los humanos. Escuchemos el grito de la tierra. Cuidemos de ella. Busquemos, especialmente mediante el cambio en nuestro modo de vida, luchar contra su progresiva destrucción.

Tercera propuesta: Compartir pruebas y alegrías


Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran. (Romanos 12,5)

Dichosos los que lloran porque serán consolados. (Mateo 5,4)

No os aflijáis, pues la alegría del Señor es vuestra fortaleza (Nehemías 8,10)

Después de su resurrección, Jesús seguía llevando las marcas de los clavos de su crucifixión (ver Juan 20,24-29). La resurrección engloba el dolor de la cruz. Para nosotros, que le seguimos, alegrías y pruebas pueden coexistir, confluyen y se convierten en compasión.

Una alegría interior no debilita la solidaridad con los demás, la alimenta. Incluso estimula a atravesar las fronteras para unirnos a los que conocen la dificultad. Sostienen en nosotros la perseverancia para permanecer fieles en el compromiso de nuestra vida.

En entornos acomodados, en los que las personas están bien alimentadas, bien educadas, bien atendidas, la alegría está a veces ausente, como si algunos estuvieran cansados, desanimados por la banalidad de su existencia.

Sucede que a veces el encuentro con una persona desposeída comunique paradójicamente una alegría, puede que solo una chispa, pero una alegría verdadera.


  • Reavivemos siempre de nuevo el deseo de la alegría, profundamente inscrito en nosotros. El ser humano está hecho para la alegría, no para la tristeza. Y la alegría no tiene la vocación de ser conservada para sí, sino de ser compartida, de irradiar. Después del anuncio del ángel, María se pone en camino para visitar a su prima Isabel y cantar con ella (Lucas 1,39-56).
  • Como Jesús, que lloró la muerte de su amigo Lázaro (Juan 11,35), atrevámonos a llorar ante los sufrimientos humanos. Llevemos en nuestros corazones a las personas afligidas. Al presentarlas a Dios, no les abandonamos en la fatalidad de un destino ciego e implacable, les confiamos a la compasión de Dios que ama a todo ser humano.
  • Acompañar a los que sufren, llorar con ellos, puede darnos el valor, en una sana rebelión, de denunciar la injusticia, de rechazar lo que amenaza o destruye la vida, de buscar transformar una situación bloqueada.

Cuarta propuesta: Entre los cristianos, alegrarnos de los dones de los demás


Dios nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad, el plan secreto que había decidido realizar en Cristo, llevando la historia a su plenitud al constituir a Cristo en cabeza de todas las cosas, las del cielo y las de la tierra. (Efesios 1,9-10)

¡Qué agradable y delicioso que vivan unidos los hermanos! (Salmo 133,1)

Dios envió a Cristo al mundo para reunir a todo el universo, a toda la creación, para recapitular todas las cosas en él. Dios lo ha enviado para reunir a la humanidad en una sola familia: hombres y mujeres, niños y ancianos, de todos los horizontes, lenguas y culturas, e incluso de naciones enfrentadas.

Muchos aspiran a que los cristianos se unan, para que no sigan oscureciendo, con sus divisiones, el mensaje de fraternidad universal del que Cristo es portador. ¿Podría nuestra unidad fraterna ser como un signo, una anticipación, de la unidad y de la paz entre los humanos?

  • Como cristianos de distintas Iglesias, tengamos la audacia de volvernos juntos hacia Cristo y, sin esperar a una total armonización teológica, “ponernos bajo el mismo techo”. Escuchemos la llamada de un monje ortodoxo copto de Egipto que escribía: “La esencia misma de la fe es el Cristo que ninguna formulación puede circunscribir. Es por tanto necesario comenzar el diálogo acogiendo a Cristo, que es uno… Comenzar por vivir juntos la esencia de la fe única sin esperar a ponernos de acuerdo sobre la expresión de su contenido. La esencia de la fe, que es Cristo mismo, está fundada sobre el amor, el don de sí” (Matta el-Maskine, 1919-2006)
  • Para entrar sin demora en este proceso, comencemos por dar gracias a Dios por los dones de los otros. En su visita a Lund (Suecia) con ocasión del 500 aniversario de la Reforma, el papa Francisco oró: “Espíritu Santo, concédenos reconocer con alegría los dones que han llegado a la Iglesia por la Reforma”. Inspirados por su ejemplo, aprendamos a reconocer en los otros los valores que Dios ha depositado en ellos y de los que quizás carezcamos nosotros. Tratemos de acoger su diferencia como un enriquecimiento para nosotros, incluso si comporta aspectos que de entrada nos desconciertan. Encontremos en los dones de los otros el frescor de una alegría.
Última actualización: 26 de diciembre de 2017

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