El camino del hermano Roger parte de una reconciliación interior. Jesús proclamó y expresó por medio de su vida el amor de Dios por cada ser humano sin excepción. Sabiendo que Jesús había confiado a la comunidad de sus discípulos la misión de ser testigos de ese amor, y que a lo largo de los siglos esta comunión se había desintegrado en fracciones indiferentes u hostiles entre sí, el joven Roger se preguntó cómo hacerla coherente con su mensaje. Sabía que nadie era capaz de resolver por sí solo todos los problemas, teológicos y de otro tipo, que han dividido al Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Al mismo tiempo, ante la urgencia de comunicar el Evangelio, la pasividad no era una opción para él. Su conclusión: comencemos por nosotros mismos, y ensanchemos nuestra visión de la Iglesia abriéndonos a los dones de fe, esperanza y caridad vividos por los cristianos de otras tradiciones.
La iniciativa del hermano Roger implica una visión de la Iglesia bastante diferente a la que nos imaginamos habitualmente. Tendemos a imaginar el paisaje cristiano como compuesto por distintas confesiones existentes unas al lado de otras, cada una revindicando la verdadera herencia de Cristo. Pero esta visión humana es engañosa. Para Dios, la Iglesia sólo puede ser una. La Iglesia no es una realidad de competición, sino de comunión. Todos aquellos que viven en comunión con Dios por Cristo son conducidos a través de este sentido a vivir en comunión unos con otros: «Por el amor que os une conocerán que sois mis discípulos.», nos dice Jesús (Juan 13,35).
De esta manera, en vez de imaginar a la Iglesia como una pluralidad de colectividades sin relación entre ellas, se trata de convertir nuestra mirada y verla como una realidad única en proceso de construcción (véase Efesios 4,15-16). Si cada parte del pueblo cristiano ha resaltado mejor tal o cual aspecto del Misterio de la fe, ¿acaso podemos caminar hacia la unidad visible sin prestar atención a los dones de las demás familias espirituales? En La llamada a la reconciliación, el hermano Alois indica algunos de estos dones vividos en el transcurso de los siglos por las Iglesias históricas. Descubriéndolos y profundizándolos cada individuo y cada comunidad preparará acercamientos que harán que la Iglesia sea más transparente al Evangelio que ha de transmitir.
El hermano Roger, nacido en una familia protestante, fue llevado a remontarse al tiempo antes de las rupturas del siglo XVI y a retomar los vínculos con la gran Tradición católica. Desde muy temprano estuvo de igual modo muy atento a los tesoros de la fe de Oriente. Por ello el hermano Roger nunca quiso romper la comunión con nadie ni ser símbolo de negación para quienes le transmitieron la fe. Toda noción de una «conversión», de un paso individual de una confesión a otra, le era en el fondo extraña. Siempre le cautivaron las palabras de Jesús: «No he venido para abolir, sino para dar cumplimiento» (Mateo 5,17) y ese es cumplimiento que quería anticipar en su vida personal y en la vida de la comunidad que fundó.
Es cierto que esta reconciliación enraizada en el corazón no debe permanecer en el interior de sí. Si la Iglesia de Cristo no encuentra su unidad visible, ¿cómo podría abrir un camino de paz en un mundo siempre víctima de conflictos y divisiones? Por su parte, el hermano Roger estaba convencido de que esta unidad no podía ser simplemente fruto de acuerdos teológicos y diplomáticos. En primerísimo lugar, esta unidad encuentra su fuente en la oración. En La llamada a la reconciliación el hermano Alois invita a todos los cristianos a una «vigilia de reconciliación» mensual o trimestral; de esta manera subraya que es Cristo quien nos une, llamándonos a entrar en la comunión entre él y su Padre en el Espíritu Santo (véase 1 Juan, 1,3; Juan 14,23). Sólo semejante comunión podrá ofrecer a un mundo desgarrado la promesa de una reconciliación realmente duradera.