Debemos reconocer que nosotros los cristianos a menudo oscurecemos este mensaje de Cristo. En particular, ¿cómo podemos irradiar paz si permanecemos divididos entre nosotros?
El mundo actual pone al individuo como punto de partida. Nuestros contemporáneos tienen un sentido muy desarrollado de la igualdad, incluso de la similitud, entre todos los humanos, y se muestran impacientes ante todas las distinciones naturales o culturales.
Potencialmente, todos deberíamos poder hacer de todo, ser libres de inventar nuestra propia existencia. En la vida en sí, esta actitud lleva a una exaltación de la diversidad. Se da por sentado una identidad global, aunque en la práctica lo que prevalece es la pluralidad.
No es sorprendente que esta visión no favorezca la comunión. ¿Qué «cemento» es capaz de unir todas las unidades idénticas y separadas? Así, en la vida de la Iglesia, sucede que se alabe la diversidad de enfoques, mientras que la unidad siga siendo teórica. Y, he aquí, que algunas personas reaccionen intentando imponer una uniformidad y excluyendo al que no entre en el esquema común.
La visión bíblica permite salir de este callejón sin salida. No parte del individuo, sino de un Dios de amor que llama a los seres a la existencia (ver Rom 4,17). Y no les llama uno a uno, sino más bien para un proyecto común. Jesucristo nos revela este proyecto: que la humanidad acoja la vida misma de Dios, fuente de una amistad universal, para formar un solo Cuerpo (ver Col 3,15).
Desde esta perspectiva, todas las personas tienen un papel irreemplazable, dones únicos para fructificar, pero siempre en el seno de una comunión que lo engloba todo. No tengo por qué hacerlo todo, saberlo todo, pues los demás suplen mis carencias. De hecho, los necesito, pues yo solo no podría salir adelante. Al mismo tiempo, mi aportación es esencial para que el conjunto pueda avanzar.
San Pablo lo explica a través de la imagen bien conocida del cuerpo (ver Rom 12,4-5; 1 Cor 12). Esta metáfora aúna una gran diversidad con una sólida unidad. Si la mano quisiera ser la cabeza a toda costa, o el corazón el pie, el cuerpo entero dejaría de funcionar. E incluso los miembros aparentemente más insignificantes tienen una función absolutamente necesaria. Efectivamente, no deberíamos hablar de miembros mayores o menores, pues no se trata de una competición, sino de una sola vida compartida.
Los cristianos no deben tener miedo de sus límites ni negar las diferencias existentes. Sabiendo que no crean su propia existencia desde cero, deben descubrir los dones específicos que Dios les ha dado para que fructifiquen. Deben poner estos dones al servicio de todo el Cuerpo. Este es también el caso de las distintas comunidades cristianas. Su «derecho a la diferencia» solo tiene sentido en el seno del proyecto global de Dios de «hacer la unidad del universo por medio del Mesías» (Ef 1,10). Si perdemos de vista esta comunión universal, las diferencias pueden convertirse en un problema. Sin embargo, en el seno de este proyecto, constituyen una gran riqueza, reflejo de la «múltiple gracia de Dios» (1Pe 4,10).