Estamos en un mundo en el que coexisten la luz y las tinieblas. Madre Teresa invitaba con su vida a elegir la luz. A través de ella abrió un camino de santidad para tantos otros. Éramos muchos los que nos alegramos en la Plaza de San Pedro el 19 de octubre cuando el Papa Juan Pablo II, declarándola beata, propuso su ejemplo a los creyentes.
Madre Teresa hizo accesibles estas palabras escritas por san Agustín cuatro siglos después de Cristo: «Ama y dilo con tu vida». Cuando estas palabras son vividas, la confianza en Dios toma credibilidad y se transmite.
Me fue dado y tuve a bien compartir en varias ocasiones con Madre Teresa. Con frecuencia era posible discernir en ella los reflejos de la santidad de Cristo.
En el verano de 1976 hizo una visita a Taizé. La colina estaba llena de jóvenes de numerosos países. Juntos escribimos esta oración: «Oh Dios, Padre de cada ser humano, tú pides a todos que llevemos el amor allí donde los pobres son humillados, la reconciliación allí donde los seres humanos están rotos, la alegría donde la Iglesia se estremece... Tú nos abres este camino para que nosotros seamos fermentos de comunión en toda la familia humana.»
Ese mismo año, con algunos de mis hermanos, fuimos a vivir por un tiempo a Calcuta, entre los más pobres. Nos alojamos cerca de su casa, en un barrio desheredado, ruidoso, lleno de niños, en el que la población era mayoritariamente musulmana. Fuimos acogidos por una familia cristiana cuya morada se abría hacia un pequeño cruce de calles con tenderetes y modestos talleres. Madre Teresa venía con frecuencia a rezar con nosotros. A veces me pedía que por las tardes la acompañara para ir a visitar leprosos que no esperaban más que la muerte. Ella intentaba apaciguar sus inquietudes.
A veces tomaba iniciativas espontáneas. Un día, al volver de una visita a los leprosos, me dijo en el coche: «Tengo que pedirle algo, ¡Dígame que sí!». Antes de responder, intenté saber más, pero repetía, «¡Dígame que sí!». Finalmente se explicó: «Dígame que a partir de ahora llevará durante todo el día su vestimenta blanca, ese signo es necesario en las situaciones de nuestra época.» Le respondí: «Sí, hablaré con mis hermanos y lo llevaré con la frecuencia que sea posible.» Entonces hizo que sus hermanas cosieran una vestimenta blanca y quiso coser ella misma una parte.
Estaba particularmente atenta a los niños. Nos sugirió que fuésemos todas las mañanas al lugar donde estaban los niños moribundos con uno de mis hermanos médico, para ocuparnos de los más enfermos. Desde el primer día descubrí una niña de cuatro meses. Me dijeron que a ella le faltarían fuerzas para resistir los virus del invierno. Y Madre Teresa propuso: «Llévesela a Taizé, tendrá la posibilidad de cuidarla».
La niña, llamada María, de regreso en el avión, no se encontraba bien. Fue a nuestra llegada a Taizé cuando comenzó a balbucear por primera vez como un bebé feliz. Las primeras semanas frecuentemente dormía en uno de mis brazos mientras yo trabajaba. Poco a poco recobró sus fuerzas. Entonces se fue a vivir a una casa muy cerca de la nuestra. Mi hermana Genoveva, que en años anteriores había recogido a niños y los había criado como si fueran suyos, la acogió en su casa. Desde su bautismo soy su padrino y siento por ella el amor que tiene un padre por su hija.
Algunos años más tarde Madre Teresa regresó a Taizé un domingo de otoño. Con ella, durante una oración, expresamos una preocupación que sigue siendo actual: «En Calcuta hay lugares visibles donde la gente está muriendo. Pero en numerosos países, muchos jóvenes se encuentran en lugares invisibles de muerte. Estos jóvenes están marcados por rupturas afectivas o por la inquietud sobre su futuro. Hay situaciones de ruptura que han herido en ellos la inocencia de la infancia o la adolescencia. En algunos se traduce como un desencanto: ¿para qué existir, tiene la vida todavía sentido?»
Con dos de mis hermanos fui a Calcuta para participar en las exequias. Deseábamos dar gracias a Dios por el don de su vida, y cantar con sus hermanas en el espíritu de la alabanza. Junto a su cuerpo, recordé que teníamos en común esta certeza: una comunión en Dios nos estimula a aliviar los sufrimientos humanos. Sí, cuando apaciguamos las pruebas de los demás, es a Cristo a quien encontramos. Nos lo dice él mismo: «Lo que hacéis a los más pequeños, es a mí, Cristo, a quien lo hacéis».