Hermano Alois, Basel, Basilea, jueves noche 28 de diciembre de 2017
Hermano Alois, Basilea, domingo noche 31 de diciembre de 2017
Acabamos de escuchar como Jesús afirma en el Evangelio que él es el buen pastor, que tiene otras ovejas y que no habrá más que un rebaño único bajo la guía de un solo pastor. Él vino a la tierra no solamente para un pequeño grupo, sino para unir a toda la familia humana. En esto radica nuestra esperanza de paz para la humanidad. Es con gran esperanza como oraremos esta noche por la paz.
Es cierto que la paz está amenazada y querría recordar dos de los mayores desafíos a los que se enfrenta hoy la familia humana.
El primero es el que representan estas multitudes de hombres, de mujeres, de niños que a lo largo del mundo se ven obligados a abandonar sus lugares de origen. Las razones que les empujan a partir son diversas: pueden ser la guerra y la inseguridad, pueden ser la pobreza extrema y la ausencia de futuro, o bien los cambios climáticos.
En su sufrimiento, estas personas necesitan solidaridad y, en Taizé somos testigos de ello, pueden convertirse en nuestros amigos. Es como si Cristo nos invitase a ir más allá de nuestros miedos y de nuestros prejuicios, es como si nos estuviera diciendo: «Yo soy el pastor de toda la humanidad. Morí también por ellos, sean o no cristianos. Por lo tanto puedes convertirte en su amigo.»
El segundo desafío nos lo plantea nuestro planeta, también él es vulnerable. Escuchemos el grito de la Tierra. Ante los desastres ecológicos, que afectan especialmente a las regiones más pobres, los países occidentales tienen una responsabilidad histórica.
Se adoptan múltiples iniciativas a todos los niveles. Siguen siendo insuficientes. En nombre de todos nosotros, me permito dirigir esta llamada a los que tienen responsabilidades políticas y económicas: los recursos financieros para los cambios necesarios existen. ¡Que se orienten pues hacia la erradicación de la pobreza y el cuidado del medioambiente!
Estos dos desafíos que amenazan la paz son inmensos pero no vamos a dejarnos desanimar. Estos días nos hemos acercado a la fuente de una alegría que nunca se acaba. Dejemos que esta fuente mane en nuestros corazones. Ella nos dará a todos y cada uno de nosotros el valor para comprometernos donde sea posible, para aportar nuestra contribución, incluso modesta, a la búsqueda de soluciones.
Para preparar la paz, querríamos acrecentar la fraternidad. Para ello, es esencial abrirnos a otras culturas y mentalidades. En ocasiones esto puede llevarnos muy lejos. Antes de ir a Sudán del Sur y a Sudán estuvimos, con dos de mis hermanos, en otra zona de África que también ha padecido duras pruebas, estuvimos en Egipto para un encuentro de jóvenes.
Vinieron cien jóvenes de Europa, de América del Norte, de África, de Oriente Medio. Fueron acogidos por cien jóvenes ortodoxos coptos de El Cairo, de Alejandría y del Alto Egipto. Durante cinco días, descubrimos la larga y rica tradición ortodoxa copta de la Iglesia de Egipto.
En Taizé, a lo largo del verano, habíamos ya acogido a jóvenes cristianos árabes, coptos de Egipto, católicos y ortodoxos del Líbano, de Jordania, de Irak, de Palestina. Su estancia de tres meses en nuestra colina nos ha acercado a Oriente Medio. Nos han transmitido su sed de paz. Querríamos estar cada vez más próximos a los jóvenes cristianos árabes.
Dentro de unos meses haremos otra peregrinación. Será demasiado lejos para ir en gran número, será una simple visita pero permitirá profundizar vínculos con la Iglesia Ortodoxa. Va a alegrar mucho a los rusos que están reunidos aquí esta noche. Del 16 al 19 de mayo, con algunos de mis hermanos y algunos jóvenes, participaremos en las celebraciones ortodoxas de la Ascensión en la lejana Siberia, en Kémerovo.
Acrecentar la fraternidad puede llevarnos muy lejos, pero comienza muy cerca de nosotros, en nuestras propias puertas. De vuelta a casa, atravesemos los muros, dialoguemos con aquellos que piensan diferente a nosotros, construyamos puentes: entre religiones, entre regiones, entre países europeos, entre continentes.
Vayamos hacia aquellos que son los más vulnerables. Escuchemos por ejemplo a una persona sin hogar contar su historia, o a una persona con una discapacidad, a un enfermo, a un refugiado. Y veremos cómo nuestros corazones se abren, se ensanchan, se hacen más humanos, e incluso descubren una alegría.
Llevémonos pues, de este encuentro de Basilea, unas últimas palabras: el ser humano está hecho para la alegría y la alegría no tiene vocación de ser conservada para sí, sino de ser compartida. La alegría que tiene su fuente en el amor de Dios, esta alegría que nunca se acaba, es el manantial secreto de un compromiso hacia los demás que nunca se debilitará, que nunca desfallecerá.
Hermano Alois, Basilea, sábado noche 30 de diciembre de 2017
Estos dos últimos días, he compartido con vosotros varios momentos de la visita que hice, con uno de mis hermanos, a los más pobres de Sudán del Sur y de Sudán, porque esa visita me dejó con muchos interrogantes. En el Evangelio, Jesús viene a decirnos: «Dichosos, vosotros los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios.» ¿Qué quiere expresar con estas palabras?
En Sudán del Sur, en un campo de personas desplazadas, el valor de las mujeres me conmovió. Una mujer me contó cómo intentaba ser creadora de reconciliación y de paz. El agua está racionada. En ocasiones estallan disputas cerca de las bombas que la suministran. Por ello, se ha formado un grupo de mujeres para garantizar una distribución equitativa. Esta mujer me decía: «Es compartiendo el agua y yendo más allá de ’pensar cada una en sí misma’ como construimos la paz».
Esta mujer lo había comprendido: la paz comienza en nosotros mismos, la fraternidad se construye alrededor de nosotros, partiendo de nuestras vidas concretas y cotidianas.
Nosotros, que estamos reunidos alrededor de Cristo, sabemos que el Evangelio es portador de un mensaje de fraternidad universal. La unidad que Cristo obró entre Dios y los seres humanos conlleva una reconciliación de cada persona consigo misma - la paz del corazón -, una reconciliación de los seres humanos entre ellos - la paz en la tierra - y una reconciliación de la familia humana con la creación.
Muchos aspiran a que los cristianos se unan, para que no sigan oscureciendo este mensaje de fraternidad. Cuando los cristianos están separados, el mensaje del Evangelio pierde su luminosidad. Nuestra unidad fraterna puede ser como un signo de la unidad y de la paz entre los seres humanos.
Es por eso que, siempre que tengo ocasión, continúo preguntando: ¿no habría llegado el momento de que las iglesias separadas tuvieran la audacia de reunirse bajo un mismo techo, sin esperar, antes incluso de que se alcance un acuerdo sobre todas las cuestiones teológicas?
¿Cómo reunirnos todos bajo un mismo techo? Haciendo juntos todo aquello que puede ser hecho juntos, estudio de la Biblia, trabajo social y pastoral, catequesis. No haciendo ya nada sin tener en cuenta a los demás. Realizando juntos gestos para ser solidarios ante la pobreza, así como ante cualquier otro sufrimiento, y para cuidar el medioambiente. Reuniéndonos más a menudo en presencia de Dios, en la escucha de su Palabra, el silencio y la alabanza.
Con este espíritu, que desde hace tiempo se manifiesta aquí en Basilea y en la región circundante, los cristianos de diversas Iglesias se han unido, protestantes, católicos, ortodoxos, para prepararse para recibirnos. Les agradecemos que nos hayan invitado. Damos gracias a todas las personas que han abierto sus puertas para acogernos tan calurosamente. Gracias también a las autoridades civiles que han prestado toda su colaboración.
Para avanzar aún más hacia la unidad de los cristianos, querría retomar una pregunta que planteé en mayo en Wittenberg, ciudad de Lutero, y que también mencioné hace poco en Ginebra, ciudad de Calvino.
Hace ahora un año, durante su visita a los luteranos en Lund, Suecia, en vísperas del 500 aniversario de la Reforma, el Papa Francisco expresó en una oración unas palabras nunca antes formuladas por un papa. Dijo: «Espíritu Santo, concédenos reconocer con alegría los dones que han llegado a la Iglesia por la Reforma.»
Palabras como estas, ¿no llaman acaso a la reflexión y a una respuesta? ¿Sabremos tener la generosidad de dar gracias a Dios, ante todo, no por los dones que nos ha dado, sino por los dones que ha dado a los demás y que podemos recibir de ellos? Cualquiera que sea la confesión a la que pertenezcamos, ¿sabremos reconocer los valores que Dios ha depositado en los demás?
La reconciliación entre Iglesias es un caminar hacia una realidad nueva cuyos rasgos son inesperados y todavía desconocidos. Apoyémonos en esta palabra del profeta Isaías: «Guiaré a los ciegos por un camino que no conocen». El Espíritu Santo nos guiará por senderos que no conocemos con antelación.
A lo largo de 2018, pediremos al Espíritu Santo que nos prepare para convertirnos cada vez más, por nuestras vidas, en testigos de reconciliación y de paz. Para ello, continuaremos nuestra peregrinación de confianza sobre la tierra. Voy a indicar ahora algunas de sus etapas.
En Taizé, los encuentros de jóvenes continuarán cada semana, con dos momentos especiales: en el mes de julio un fin de semana de amistad entre jóvenes cristianos y musulmanes, que nos permitirá ver lo que nos une y lo que es diferente; en el mes de agosto una semana de reflexión reservada a los jóvenes adultos de 18 a 35 años, para ahondar juntos en las fuentes de la alegría.
Como ya dije el año pasado, tendremos este año el séptimo encuentro internacional de jóvenes en Asia, que por supuesto estará abierto también a jóvenes de otros continentes. Todos serán bienvenidos. Tendrá lugar del 8 al 12 de agosto.
Se celebrará en la ciudad de Hong Kong.
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Hermano Alois, Basilea, viernes noche 29 de diciembre de 2017
Ayer por la noche os dije que, en octubre, con uno de mis hermanos, pasé una semana en Sudán del Sur y una semana en Sudán. A mi regreso, pensaba en nuestro encuentro y me preguntaba: ¿cómo comunicar a los jóvenes reunidos en Basilea el grito de dolor que se alza desde la miseria, la violencia, la fragilidad extrema de la que hemos sido testigos en África?
Me preguntaba también: ¿Qué hacer para que este grito sea escuchado, para que las personas que sufren dejen de tener la impresión de que su grito se pierde en el vacío?
Sudán del Sur atraviesa un momento de gran dificultad que provoca pesimismo en muchas personas. Ya no les queda esperanza. El país es víctima de una inflación galopante, hace meses que ya no se pagan salarios, la violencia se extiende y circulan muchas armas.
En el Hogar de las hermanas de la Madre Teresa vi a madres que traían a sus hijos desnutridos. A veces es la hija mayor, de nueve o diez años, la que trae a su hermano pequeño. Para ir al mercado a vender alguna cosa, estas madres caminan, bajo un enorme calor, jornadas enteras de marcha llevando la mercancía sobre su cabeza y portando un bebé en una bandolera de piel de cabra.
La semana siguiente, en Sudán, otra mujer me impresionó, la madre de Samir. ¿Quién es Samir? Uno de los jóvenes refugiados que acogemos desde hace dos años. Llegó a Taizé tras un viaje durísimo y poco después, de forma inesperada, tuvo una crisis cardíaca y falleció repentinamente. Los demás jóvenes refugiados se encargaron de su funeral con el imán de nuestra región.
En Sudán, relaté todos estos acontecimientos a su madre. A cada una de mis frases, ella asentía con un «Al hamdulillah, alabado sea Dios». Después me explicó: «Era mi único hijo. Mi marido me dejó. Estoy enferma. Vendí nuestra casa para pagar el viaje de Samir.» Y esta mujer, musulmana, añadió estas palabras que la Biblia pone en boca de Job: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!»
Pensé que todos nosotros podríamos ver, a través de esta mujer, a todas las madres del mundo que están sufriendo por sus hijos.
Estas historias nos conmueven profundamente. Pero también en Europa, en ocasiones cerca de nosotros, se dan situaciones graves, padecidas por personas heridas por la vida. Por el Evangelio que hemos leído esta noche, sabemos que, hecho hombre, Jesucristo está unido a cada ser humano. Está ahí en cada persona, está ahí especialmente en la persona más abandonada. Lo que hacemos a los más pequeños, a él se lo hacemos.
Querría pues compartir con vosotros mi experiencia: cuando escuchamos de cerca el grito de una persona herida, cuando miramos a los ojos, cuando escuchamos, cuando tocamos a los que sufren, nos acercamos a Jesús pobre entre los pobres, ellos nos llevan a una mayor intimidad con él.
El encuentro personal con los más vulnerables hace que descubramos la dignidad del otro y nos hace capaces de recibir lo que incluso los más desposeídos transmiten. ¿No aportan acaso una contribución irreemplazable a la construcción de una sociedad más fraterna? Nos revelan nuestra propia vulnerabilidad. Con ello, nos hacen más humildes, más humanos.
Y paradójicamente una alegría nos es dada, quizá solo una chispa, pero es una alegría verdadera que los más pobres comparten con nosotros.
Mañana por la mañana, en los pequeños grupos, os preguntaréis: ¿cómo escuchar mejor el grito de los más vulnerables y responder con nuestras vidas? ¿Cómo escuchar lo que tienen para comunicarnos? Nos ayudan a salir de problemas que no son esenciales y a alegrarnos de hacernos más sencillos, más humanos. Su valor renueva nuestro valor.
Hermano Alois, Basilea, jueves noche 28 de diciembre de 2017
A todos y cada uno de vosotros, que habéis llegado de toda Europa - e incluso algunos de más lejos - querría deciros esta noche: ¡bienvenidos a Basilea! ¡Bienvenidos a esta ciudad tan acogedora!
Querría transmitir también un profundo agradecimiento a los que nos acogen, no solo en la ciudad sino también en toda la región circundante, en Suiza, en Francia, en Alemania.
Por primera vez, uno de nuestros encuentros europeos tiene lugar en la confluencia de tres países, y asimismo en la confluencia de dos lenguas. Basilea es una ciudad europea. Viniendo aquí, querríamos expresar que, en la construcción de Europa, no puede haber vuelta atrás.
Basilea es una ciudad marcada por la Reforma protestante del siglo XVI y en la que se emprenden hoy muchas iniciativas ecuménicas. Reuniéndonos aquí, es también este caminar hacia la unidad de los cristianos lo que querríamos resaltar.
Es una gran alegría estar juntos durante cinco días, tan diversos, por nuestros orígenes, nuestras culturas, nuestras confesiones. Nuestra alegría es grande pero, desde luego, todos anhelamos una alegría que dura más de cinco días, una alegría que nunca se acaba.
Una alegría que nunca se acaba: habéis visto en el cuadernillo que habéis recibido que este será nuestro tema de reflexión durante este encuentro y durante todo este año que comienza. «Exulta de júbilo, alégrate de todo corazón»: hemos escuchado esta invitación en el texto de la Biblia que ha sido leído antes.
Recientemente, en el mes de octubre, consideré importante ir, con uno de mis hermanos, a pasar una semana en Sudán del Sur, y a continuación una semana en Sudán, para comprender mejor la situación de estos dos países y orar junto a aquellos que se encuentran entre los más vulnerables de nuestro tiempo.
Al regreso, me preguntaba: tantas personas, no solo en África sino también cerca de nosotros, padecen tantas pruebas, exclusión, violencia, hambre, enfermedad, exilio, catástrofes naturales. ¿Es posible hablar de alegría, esta alegría que es una de las tres realidades - junto con la sencillez y la misericordia - que el hermano Roger situó en el corazón de la vida de nuestra comunidad de Taizé?
Entonces pensé en los niños que habíamos conocido en los campos de refugiados en África. Desde muy pequeños deben asumir una parte importante de las tareas cotidianas, pero nos acogieron con toda naturalidad y con una alegría extraordinaria. Una experiencia como esta no se limita solo a África, es posible en cualquier parte del mundo.
Hemos visto en África que, en estos lugares en los que se concentran tantas historias dramáticas, la presencia de los niños hace surgir la vida. Su alegría de niños inocentes se truncará antes de tiempo, cuando tomen conciencia de las pruebas injustas que se les imponen. Pero su alegría es un rayo de luz por el cual querríamos dejarnos iluminar. ¿Dónde está la fuente de su alegría?
Mañana por la mañana reflexionaréis sobre la primera de las cuatro propuestas que se os plantean para el año 2018. Lleva por título: «Ahondar en las fuentes de la alegría». Y podréis volver sobre el texto bíblico que hemos leído esta noche: invita a la alegría y muestra también su fuente diciendo: «El Señor tu Dios en medio de ti».
La alegría del Evangelio viene de la confianza de que somos amados por Dios, amados con el amor sin límites que nos tiene a todos y cada uno de nosotros. Si, al marcharos de Basilea, únicamente conservarais la certeza de este amor infinito de Dios, fuente de alegría, habríais conservado lo esencial.
En la oración de mañana por la noche, trataré de mostrar cómo la alegría que mana del amor de Dios no es en modo alguno una huida lejos de los problemas de nuestro tiempo. Por el contrario, nos hace aún más sensibles a los sufrimientos de los demás.