Hace ya unos meses que junto a un grupo de jóvenes, me encaminaba a Cochabamba, para compartir un encuentro de la Peregrinación de Confianza propuesta por la comunidad de Taizé.
Taizé, Peregrinación de Confianza, Cochabamba; muchas palabras que tal vez generen diversas preguntas en cada uno de los lectores. Pero debo aclarar que no es la intención de este testimonio ser informativo, sino compartir la gracia de un encuentro. Como dice Juan: « Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo » (1 Jn 1, 4). La paz recibida, el don encontrado, no terminaría de ser pleno sino pudiera compartirlo con ustedes.
Personalmente, y creo que como muchos jóvenes, hace tiempo que sufro la inquietud de pensar cómo hacer para construir la Civilización del Amor, cómo hacer para transformar mi medio haciendo que cada uno de los que me rodean sean más felices incluso yo.
Hombres tristes, jóvenes perdidos y desesperanzados, niños desamparados, son signos de nuestros días, que movilizan a cualquiera que se anime a mirar más allá de su nariz.
He participado a lo largo de varios años en movimientos cristianos, he ido alguna misión e incluso tuve la suerte de haber estado en Taizé por tres meses. Dios me ha bendecido en muchas oportunidades. Pero, la respuesta al ¿cómo hacer para mejorar mi vida y el mundo a mi alrededor? me seguía quedando en tinieblas. Sentía que había algo más en mí que debía poner en juego pero no sabía qué.
Así me encontró la invitación a la Jornada en Bolivia, en un momento donde las preguntas eran más que las respuestas. Cuando preparábamos la ida a Cochabamba tuve muchas dudas. La propuesta me encantaba, pero, cómo explicarle a la gente en Buenos Aires que valía la pena viajar dos días de ida y dos de vuelta para ir a rezar cinco a Bolivia.
Por suerte la pequeña comunidad que habíamos formado en torno a esta Jornada me ayudó mucho y terminamos viajando, incluso, con gente que nunca había estado en Taizé y poco sabía de esta comunidad. Así llegamos.
Cochabamba estaba repleta de jóvenes que también habían viajado desde muchos lugares del mundo, superando distancias, comodidades, costos… todos apostando a que Dios les tenía algo preparado.
Al ir compartiendo con estos jóvenes, uno iba descubriendo que las inquietudes eran distintas. Cada uno se acercaba con aquellas preocupaciones propias de su realidad. Hablábamos en las comidas con la gente que nos alojaba, debatimos en los pequeños grupos que se armaban en los talleres, todo el intercambio era muy rico. Todos compartíamos nuestros proyectos, pero obviamente todos planteábamos las dificultades del andar. Eso, a mí, me seguía cuestionando.
Fue en el silencio de la oración donde la luz me mostró un camino.
A lo largo de los días, al contemplar a mí alrededor, veía cómo la profundidad de las oraciones iba creciendo. La intimidad con Dios se hacía cada vez más presente.
Así, la última noche, experimenté un regalo muy lindo.
Me sentía muy pequeño, cansado. Pero en el misterio de la oración, Dios me abrazó de un modo muy especial. Se hizo presente en mí nuevamente esa realidad tan reconfortante de que Dios nos ama tal y como somos, sin esperar más de lo que podemos dar.
Esta frase puede parecer simple, y debo reconocer que tiene poco de original, pero creo que es una de las verdades más lindas a la que todo hombre debiera apuntar.
Yo estaba viviendo sin tenerlo muy presente.
Sentirse amado por Dios de esa manera, implica reconocer que nada nos puede faltar, que incluso hasta nuestras debilidades, de su mano pueden llegar a ser instrumento de evangelización. Como dice el libro de Jeremías:
« ¡Bendito el hombre que confía en el Señor y en él tiene puesta su confianza!
El es como un árbol plantado al borde de las aguas, que extiende sus raíces hacia la corriente; no teme cuando llega el calor y su follaje se mantiene frondoso; no se inquieta en un año de sequía y nunca deja de dar fruto. » (Jr 17, 7-8)
Así toda nuestra vida tiene sentido. Bajo esta verdad confirmamos que podemos vivir realmente Felices, incluso en este mundo con todas sus adversidades. Ya lo anunció Jesús en el sermón de la montaña, a nosotros nos toca vivirlo, y no solos.
Cuando volví a ver a los que me acompañaban desde Argentina y los amigos conocidos en Taizé, reconocí instrumentos de Dios. Amigos con un corazón lleno del Espíritu Santo que se brindaba gratuitamente.
Saberse amado por Dios, dejarse acompañar por su Amor, y vivirlo en comunidad son realidades que transforman mi vida.
No tendré las respuestas precisas a todas mis preguntas, ni tampoco las soluciones para todas las trabas, pero contar con esas tres bendiciones hace que mi vida sea plena.
Ahora cuento con mi comunidad de Buenos Aires (familia, novia, amigos) y otros más lejanos, para seguir viviendo esta gracia. Y los invito a ustedes, si en una de esas tienen olvidada alguna de estas verdades, a ponerse en marcha de reconciliación. Unidos en el Amor con Dios y los hermanos, todo es mucho más lindo.